Enric Juliana
Cádiz. LA VANGUARDIA.18/3/2012
Todos los pueblos de Andalucía deberían tener una lápida de homenaje a Helmut Kohl. Aquel hombre grandote, hoy añorado por todos los europeos del sur, hizo posible, en los años ochenta y noventa, que la España meridional no cayese en el abismo de Calabria y Sicilia. Aunque democristiano de la vieja escuela y europeísta convencido, el orondo canciller no era un ingenuo: la mejora material de España constituía una excelente inversión para la industria carolingia, y Aquisgrán ganaba un fiel aliado para la causa de la unificación alemana, ante la segura reticencia de franceses e ingleses. Llegado el momento decisivo, en octubre de 1990, el abogado sevillano Felipe González Márquez no le falló.
Bajo la protección tudesca, Andalucía ha recibido desde 1986 un total de 72.500 millones de euros en concepto de ayudas comunitarias (subvenciones agrícolas, modernización agraria y pesquera, infraestructuras, formación profesional...). Una cifra colosal: 12 billones de las antiguas pesetas. Cuando el 1 de enero de 1986, España ingresó en la Comunidad Económica Europea, Andalucía -por tamaño y demografía casi un segundo Portugal- representaba el 3% del territorio europeo, el 2% de la población y el 1% del PIB comunitario, alimentado entonces por doce países. 1986. Tras haber trastocado los esquemas iniciales de la transición española con la imperiosa reclamación de café para todos, la Andalucía autónoma se convertía en principal beneficiaria de una operación europea de largo alcance. Había que estabilizar España. En el tramo final de la guerra fría había que asegurar el flanco sur de la OTAN. Tres décadas después, el mundo es otro. El centro de gravedad se ha desplazado al Pacífico, la modesta España se halla inmersa en una durísima crisis económica, la poderosa Alemania reunificada ya no regala nada y la interesante región andaluza se enfrenta el próximo día 25 a su destino en unas elecciones en las que nadie habla claro.
El eterno estructural
Diríase que ha llegado la hora de hacer balance. Las cifras están ahí, disponibles para el que las quiera interpretar. Gracias a la fortísima inyección de recursos provenientes de Europa y de la solidaridad interna española (casi imposibles de cuantificar, puesto que las balanzas fiscales son tabú en España), la población andaluza (8,4 millones de habitantes) ha mejorado de manera notable su calidad de vida, sin modificar su posición estructural en la economía española. El PIB per cápita de Andalucía ha aumentado un 122,5% entre 1981 y el 2010. Casi todos los indicadores han mejorado: el analfabetismo puede darse por erradicado, hay mucha más gente con estudios, hay más personas trabajando, la mujer se ha emancipado de la casa de Bernarda Alba, la atención sanitaria es muchísimo mejor, espléndidas autovías libres de peaje trenzan la región, seis aeropuertos (Málaga, Sevilla, Almería, Córdoba, Granada y Jerez) ven pasar cada año a más de veinte millones de viajeros provenientes de todo el mundo, y un modernísimo tren de alta velocidad conecta Sevilla, Córdoba y Málaga con el centro peninsular. La mejora es rotunda. Inapelable. Pero Andalucía sigue ocupando el penúltimo lugar en el PIB español, sólo por delante de Extremadura. Tras una leve mejora, Andalucía ha vuelto a su punto de origen: en el 2010 se hallaba veinticinco puntos por debajo del promedio de la riqueza española, exactamente la misma posición que en 1982. Una transferencia masiva de recursos ha evitado que Andalucía se convirtiese en la Calabria hispánica Andalucía no es hoy un mundo moralmente deprimido, ni una región al borde del imprevisible estallido social, pero no ha conseguido un despegue estructural. No lo ha conseguido. Algo ha fallado. Andalucía no se ha transformado, ni de lejos, en la California española que prometía el PSOE en los años ochenta y noventa, durante el apogeo de su hegemonía meridional.
Las subvenciones
Algo ha fallado. Algo profundo que va más allá de la anécdota del jornalero en el bar. El problema no es el PER, la peonada con la que familias humildes se aseguran una economía de subsistencia, otros sestean y otros la combinan con el trabajo en negro. El problema no es el PER. Esa es una trampa retórica demasiado fácil. El problema es estructural. Un poco de aceite de oliva quizá nos ilumine. Veamos. A principios de los ochenta, en Andalucía se arrancaban olivos ante el inminente ingreso de España en la CEE. Los grandes propietarios rurales creían que Europa impondría cupos muy restrictivos. No fue así, pese a las prácticas fraudulentas detectadas en Grecia e Italia. Desde 1986, Andalucía ha recibido subvenciones al aceite de oliva por valor de 15.000 millones de euros (2,5 billones de pesetas en 26 años). Los olivares han crecido aquí y allá con la ayuda de las modernas técnicas de riego por goteo y gracias a los buenos cupos (760.000 toneladas con derecho a ayudas), la producción ha alcanzado cifras colosales. Algunos años, España ha producido la mitad del aceite del mundo. Como consecuencia de ello, hay en Andalucía unas seiscientas cooperativas, medianas y pequeñas, dedicadas al aceite de oliva. Un buen aceite. De esas 600 cooperativas, sólo siete, según un reciente informe del periodista Ignacio Martínez en Diario de Sevilla, se han enfrentado al reto de crear una marca propia para vender en el extranjero. Andalucía produce aceite a granel de excelente calidad, el 80% del cual se exporta sin etiqueta made in Spain, esa Marca España por la que ahora algunos lloran en Madrid. La creatividad embotelladora y exportadora sigue en manos de los geniales italianos. Made in Italy, con sabor andaluz. Europa paga por kilo producido y no por valor añadido. Y Andalucía se ha acomodado a esa ecuación conformista. Andalucía es el primer productor mundial de aceite y no ha sabido aprovechar las ayudas para crear grandes marcas de prestigio y competir con los sagaces toscanos en las tiendas de Nueva York y Tokio. El acomodo. Ese diríase que es el gran problema estructural. El prestigioso sociólogo cordobés Manuel Pérez Yruela, durante un tiempo portavoz de la Junta de Andalucía (2009-2010), lo definió en su día como la paradoja de la satisfacción. Una sociedad antigua, culturalmente rica y densa, con muchas desigualdades acumuladas, que sabe lo que es sufrir y que ha generado notables resortes comunitaristas para afrontar la adversidad, se frena al lograr un cierto grado de bienestar. No despega. No modifica de manera suficiente sus estructuras profundas. Las subvenciones han mejorado Andalucía y a la vez la han parado.
El peso de la administración
El gran caudal de transferencias ha servido para crear una enorme administración pública regional simbolizada por la majestuosidad del palacio de San Telmo de Sevilla, sede central de la Junta. Diecisiete de cada cien personas empleadas en la región trabajan para la administración pública (quince en Madrid, doce en el País Vasco, once en Valencia, menos de diez en Catalunya... y veintiséis en Extremadura). La iniciativa privada ha crecido, hay censadas 58,4 empresas por cada mil habitantes, pero su porcentaje sigue estando diez puntos por debajo de la media española. Y el paro -fuertemente mitigado durante los años del gran apogeo inmobiliario- vuelve a presentar cifras de vértigo: 35,5% de desocupación en la provincia de Cádiz, un porcentaje que se aproxima al de la franja de Gaza. Sólo la economía sumergida, el comunitarismo y el colchón familiar explican la inexistencia de un estallido social y la ausencia de formas duras de delincuencia. El andaluz es un hombre de gran dignidad. Andalucía ha invertido en administración, con la consiguiente red de intereses clientelares, ahora en grave crisis política; en grandes infraestructuras, con el consiguiente fortalecimiento de las concesionarias de obra pública; y en la construcción de hoteles y viviendas, con el consiguiente drama hipotecario tras el estallido de la burbuja inmobiliaria. Cifras, cifras, cifras. El capital acumulado en infraestructuras públicas (15,6%) y en viviendas (14%) es claramente superior al capital productivo en maquinaria y material de equipo (11,7%). El cemento se ha comido la inventiva.
Una región estratégica
Una de las novedades de los últimos veinte años -también a cargo del Estado- ha sido la radicación en Andalucía de potentes programas de la industria militar: componentes de los aviones de combate Eurofighter, fragatas F-100, avión de transporte A-400, carro de combate Leopardo (licencia alemana), vehículo táctico Pizarro... Programas hoy acuciados por los 30.000 millones de deuda que acumula el Ministerio de Defensa. En Andalucía se concentran los dos grandes cuarteles generales de las fuerzas armadas (Fuerza Terrestre y Almirantazgo de la Flota) y las dos principales bases militares norteamericanas en la Península: Morón y Rota, esta última potenciada por el futuro despliegue del escudo antimisiles. Andalucía, estratégica.
Sobre este fondo discurre estos días una campaña electoral de tono bajo en la que muy probablemente está en juego la arquitectura política de España en los próximos diez años. La pulsión de cambio es fuerte. Muy fuerte. El PSOE andaluz se halla tremendamente desgastado después de tres décadas en el poder. Los escándalos de corrupción son graves. Pero también se detecta una corriente de miedo. Una prevención. Un resorte defensivo ante la reforma laboral y esas noticias severas que llegan de Catalunya. Catalunya, siempre tan presente en Andalucía. Y viceversa.
Bajo la protección tudesca, Andalucía ha recibido desde 1986 un total de 72.500 millones de euros en concepto de ayudas comunitarias (subvenciones agrícolas, modernización agraria y pesquera, infraestructuras, formación profesional...). Una cifra colosal: 12 billones de las antiguas pesetas. Cuando el 1 de enero de 1986, España ingresó en la Comunidad Económica Europea, Andalucía -por tamaño y demografía casi un segundo Portugal- representaba el 3% del territorio europeo, el 2% de la población y el 1% del PIB comunitario, alimentado entonces por doce países. 1986. Tras haber trastocado los esquemas iniciales de la transición española con la imperiosa reclamación de café para todos, la Andalucía autónoma se convertía en principal beneficiaria de una operación europea de largo alcance. Había que estabilizar España. En el tramo final de la guerra fría había que asegurar el flanco sur de la OTAN. Tres décadas después, el mundo es otro. El centro de gravedad se ha desplazado al Pacífico, la modesta España se halla inmersa en una durísima crisis económica, la poderosa Alemania reunificada ya no regala nada y la interesante región andaluza se enfrenta el próximo día 25 a su destino en unas elecciones en las que nadie habla claro.
El eterno estructural
Diríase que ha llegado la hora de hacer balance. Las cifras están ahí, disponibles para el que las quiera interpretar. Gracias a la fortísima inyección de recursos provenientes de Europa y de la solidaridad interna española (casi imposibles de cuantificar, puesto que las balanzas fiscales son tabú en España), la población andaluza (8,4 millones de habitantes) ha mejorado de manera notable su calidad de vida, sin modificar su posición estructural en la economía española. El PIB per cápita de Andalucía ha aumentado un 122,5% entre 1981 y el 2010. Casi todos los indicadores han mejorado: el analfabetismo puede darse por erradicado, hay mucha más gente con estudios, hay más personas trabajando, la mujer se ha emancipado de la casa de Bernarda Alba, la atención sanitaria es muchísimo mejor, espléndidas autovías libres de peaje trenzan la región, seis aeropuertos (Málaga, Sevilla, Almería, Córdoba, Granada y Jerez) ven pasar cada año a más de veinte millones de viajeros provenientes de todo el mundo, y un modernísimo tren de alta velocidad conecta Sevilla, Córdoba y Málaga con el centro peninsular. La mejora es rotunda. Inapelable. Pero Andalucía sigue ocupando el penúltimo lugar en el PIB español, sólo por delante de Extremadura. Tras una leve mejora, Andalucía ha vuelto a su punto de origen: en el 2010 se hallaba veinticinco puntos por debajo del promedio de la riqueza española, exactamente la misma posición que en 1982. Una transferencia masiva de recursos ha evitado que Andalucía se convirtiese en la Calabria hispánica Andalucía no es hoy un mundo moralmente deprimido, ni una región al borde del imprevisible estallido social, pero no ha conseguido un despegue estructural. No lo ha conseguido. Algo ha fallado. Andalucía no se ha transformado, ni de lejos, en la California española que prometía el PSOE en los años ochenta y noventa, durante el apogeo de su hegemonía meridional.
Las subvenciones
Algo ha fallado. Algo profundo que va más allá de la anécdota del jornalero en el bar. El problema no es el PER, la peonada con la que familias humildes se aseguran una economía de subsistencia, otros sestean y otros la combinan con el trabajo en negro. El problema no es el PER. Esa es una trampa retórica demasiado fácil. El problema es estructural. Un poco de aceite de oliva quizá nos ilumine. Veamos. A principios de los ochenta, en Andalucía se arrancaban olivos ante el inminente ingreso de España en la CEE. Los grandes propietarios rurales creían que Europa impondría cupos muy restrictivos. No fue así, pese a las prácticas fraudulentas detectadas en Grecia e Italia. Desde 1986, Andalucía ha recibido subvenciones al aceite de oliva por valor de 15.000 millones de euros (2,5 billones de pesetas en 26 años). Los olivares han crecido aquí y allá con la ayuda de las modernas técnicas de riego por goteo y gracias a los buenos cupos (760.000 toneladas con derecho a ayudas), la producción ha alcanzado cifras colosales. Algunos años, España ha producido la mitad del aceite del mundo. Como consecuencia de ello, hay en Andalucía unas seiscientas cooperativas, medianas y pequeñas, dedicadas al aceite de oliva. Un buen aceite. De esas 600 cooperativas, sólo siete, según un reciente informe del periodista Ignacio Martínez en Diario de Sevilla, se han enfrentado al reto de crear una marca propia para vender en el extranjero. Andalucía produce aceite a granel de excelente calidad, el 80% del cual se exporta sin etiqueta made in Spain, esa Marca España por la que ahora algunos lloran en Madrid. La creatividad embotelladora y exportadora sigue en manos de los geniales italianos. Made in Italy, con sabor andaluz. Europa paga por kilo producido y no por valor añadido. Y Andalucía se ha acomodado a esa ecuación conformista. Andalucía es el primer productor mundial de aceite y no ha sabido aprovechar las ayudas para crear grandes marcas de prestigio y competir con los sagaces toscanos en las tiendas de Nueva York y Tokio. El acomodo. Ese diríase que es el gran problema estructural. El prestigioso sociólogo cordobés Manuel Pérez Yruela, durante un tiempo portavoz de la Junta de Andalucía (2009-2010), lo definió en su día como la paradoja de la satisfacción. Una sociedad antigua, culturalmente rica y densa, con muchas desigualdades acumuladas, que sabe lo que es sufrir y que ha generado notables resortes comunitaristas para afrontar la adversidad, se frena al lograr un cierto grado de bienestar. No despega. No modifica de manera suficiente sus estructuras profundas. Las subvenciones han mejorado Andalucía y a la vez la han parado.
El peso de la administración
El gran caudal de transferencias ha servido para crear una enorme administración pública regional simbolizada por la majestuosidad del palacio de San Telmo de Sevilla, sede central de la Junta. Diecisiete de cada cien personas empleadas en la región trabajan para la administración pública (quince en Madrid, doce en el País Vasco, once en Valencia, menos de diez en Catalunya... y veintiséis en Extremadura). La iniciativa privada ha crecido, hay censadas 58,4 empresas por cada mil habitantes, pero su porcentaje sigue estando diez puntos por debajo de la media española. Y el paro -fuertemente mitigado durante los años del gran apogeo inmobiliario- vuelve a presentar cifras de vértigo: 35,5% de desocupación en la provincia de Cádiz, un porcentaje que se aproxima al de la franja de Gaza. Sólo la economía sumergida, el comunitarismo y el colchón familiar explican la inexistencia de un estallido social y la ausencia de formas duras de delincuencia. El andaluz es un hombre de gran dignidad. Andalucía ha invertido en administración, con la consiguiente red de intereses clientelares, ahora en grave crisis política; en grandes infraestructuras, con el consiguiente fortalecimiento de las concesionarias de obra pública; y en la construcción de hoteles y viviendas, con el consiguiente drama hipotecario tras el estallido de la burbuja inmobiliaria. Cifras, cifras, cifras. El capital acumulado en infraestructuras públicas (15,6%) y en viviendas (14%) es claramente superior al capital productivo en maquinaria y material de equipo (11,7%). El cemento se ha comido la inventiva.
Una región estratégica
Una de las novedades de los últimos veinte años -también a cargo del Estado- ha sido la radicación en Andalucía de potentes programas de la industria militar: componentes de los aviones de combate Eurofighter, fragatas F-100, avión de transporte A-400, carro de combate Leopardo (licencia alemana), vehículo táctico Pizarro... Programas hoy acuciados por los 30.000 millones de deuda que acumula el Ministerio de Defensa. En Andalucía se concentran los dos grandes cuarteles generales de las fuerzas armadas (Fuerza Terrestre y Almirantazgo de la Flota) y las dos principales bases militares norteamericanas en la Península: Morón y Rota, esta última potenciada por el futuro despliegue del escudo antimisiles. Andalucía, estratégica.
Sobre este fondo discurre estos días una campaña electoral de tono bajo en la que muy probablemente está en juego la arquitectura política de España en los próximos diez años. La pulsión de cambio es fuerte. Muy fuerte. El PSOE andaluz se halla tremendamente desgastado después de tres décadas en el poder. Los escándalos de corrupción son graves. Pero también se detecta una corriente de miedo. Una prevención. Un resorte defensivo ante la reforma laboral y esas noticias severas que llegan de Catalunya. Catalunya, siempre tan presente en Andalucía. Y viceversa.
1 comentario:
Un análisis brillante y un diagnóstico acertado. Me alegro de que la izquierda haya ganado las elecciones andaluzas. Me alegro por Griñán y me alegro por Andalucía. Esta región es hoy, por encima de todo, un lugar vivible, y pienso que con mucho futuro.
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