EL FIN DE LA DOCTRINA PAROT.
HORACIO Roldán Barbero 30/10/2013. DIARIO CÓRDOBA.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, un tribunal creado
tras la Segunda Guerra Mundial para garantizar la protección de los derechos de
la persona tan pisoteados en el periodo bélico y por los regímenes totalitarios
de la época, acaba de dictar su segunda sentencia sobre la comúnmente conocida
como doctrina Parot. Al igual que en su primera sentencia, anula tal doctrina,
pues la misma supone una aplicación retroactiva de las normas penales en
perjuicio de los presos.
La sentencia de Estrasburgo ha sido un triunfo para el Derecho Penal
liberal y una frustración (comprensible desde la opinión o la experiencia
personal, pero incomprensible desde una perspectiva jurídica) para un amplio
sector de legos en el mundo del Derecho y, desde luego, para la Asociación de
Víctimas del Terrorismo, la principal agrupación de damnificados por la
actividad armada desde su fundación en 1981.
La doctrina Parot fue asentada por el Tribunal Supremo español en una
sentencia de 2006 (STS 197/2006, de 28 de febrero). Avecinándose la
excarcelación de distintos activistas de ETA condenados por graves delitos de
sangre, las instituciones del Estado idearon una fórmula para evitar su puesta
en libertad, recayendo en el Tribunal Supremo tal cometido. La opinión
mayoritaria de magistrados estimó que la redención de penas por el trabajo
(enseguida explicaré los avatares de esta institución) era un beneficio que
debía ser computado sobre las penas individuales a las que hubiera sido
condenado el preso; para los autores de muchos delitos, como había sido el caso
de Parot, convicto de 24 asesinatos consumados, esto se traducía en una pena de
cientos de años; como ese tiempo no lo vive nadie, la pena realmente a cumplir
era la máxima legal en el momento de cometer los hechos: 30 años. Por su parte,
tres magistrados del tribunal (José Antonio Martín Pallín, Joaquín Giménez y
Perfecto Andrés Ibáñez) estimaron que la redención de penas por el trabajo
debía computarse sobre el máximo legal vigente en el momento de cometer los
hechos, esos 30 años, que, descontados hasta en el tercio permitido por la ley,
podían llevar la pena a los 20 años.
Para llegar a tal objetivo --impedir la salida de la cárcel de Parot--, el
Tribunal Supremo se apartó de lo que había sido hasta ese momento su
jurisprudencia constante: que la redención de penas por el trabajo se computaba
sobre el máximo legal, y no sobre las penas individuales (STS 557/1996, de 18
de julio). Así venía quedando fijado en las mismas hojas de liquidación de
condena. Lo que vino a hacer, entonces, el Tribunal Supremo es algo que ha
advertido muy bien el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Aprovechando que en
2003 se había establecido la obligatoriedad del cumplimiento íntegro de la
pena, sin beneficios, para los presos condenados por terrorismo (Ley orgánica
7/2003, de 30 de junio) y que en 1995 se había suprimido la figura de la
redención de penas por el trabajo, vino a aplicar a Parot esta nueva
legislación, la cual, obviamente, no estaba vigente en el momento en que
cometió los asesinatos. Junto a Parot, a otros muchos presos de ETA, los Grapo
e incluso a delincuentes comunes se les ha venido extendiendo tal doctrina.
Esto ha comportado, sencillamente, una aplicación retroactiva de las normas
penales en perjuicio del reo, y esto no se puede hacer en un Estado de
democracia de tipo occidental. En el caso de España, la prohibición de la
retroactividad de las normas penales desfavorables aparece recogida en el
artículo 25 de la Constitución y, en la Convención Europea de Derechos Humanos,
en el artículo 7.
Lo que sí es legítimo preguntarse por profanos y juristas es por qué duró
tanto tiempo en la legislación española la redención de penas por el trabajo.
Como ya hemos dicho, ni más ni menos que hasta el Código Penal de 1995. La
figura en cuestión se institucionalizó en el Derecho Penal de la postguerra
española. Se atribuye su invención al jesuita Pérez del Pulgar, que escribió un
libro en 1939 con el título La solución que España da al problema de sus
presos políticos . Tras concluir la Guerra Civil, había, según algunos
estudios, más de 200.000 personas privadas de libertad. Se ideó, entonces, la
fórmula de la redención de penas por el trabajo, la cual tuvo sobre todo su
aplicación para los destacamentos penales que se constituyeron para utilizar a
los presos en la reconstrucción del país y honrar, en algunos casos, la
victoria de Franco. Con ella se iba a ir disminuyendo de manera más rápida el
ingente número de presos de guerra. Lo curioso del caso fue que, una vez que
los destacamentos penales terminaron sus quehaceres, prácticamente en los años
50, no se reenfocara la institución hacia fórmulas que tuvieran más que ver con
la verdadera reinserción social del penado, y no con el trabajo en sí mismo
realizado. Pero, desde mediados de los años 60 del siglo pasado comenzó a
cundir la opinión de que las penas de prisión del Código eran demasiado largas:
eran los tiempos, en Europa y en Estados Unidos, de la llamada criminología
crítica, de signo contracultural, donde el delito se explicaba por muchos en
términos de estructura social defectuosa, y no tanto como una maldad intrínseca
del delincuente. Si la sociedad era en sí misma criminógena, no había derecho a
cebarse con el penado en forma de largas penas de prisión. Aunque el trabajo
productivo como tal fuera ya muy escaso en las prisiones españolas, la
redención de penas permitía, según el sentir de muchos autores de los años 70 y
80, templar esa duración excesiva que establecía el Código Penal. La redención
de penas se extendió también al llamado trabajo ocupacional y a las actividades
de carácter formativo e intelectual, que fueron, a la postre, las que
beneficiaron a Parot.
Una ironía de la historia ha permitido que los presos condenados por
terrorismo se hayan podido beneficiar, hasta la entrada en vigor del Código
Penal de 1995, de una figura creada en la dura postguerra por razones bien
distintas. Pero --repito-- hasta esos años 90 del siglo pasado se mantuvo un
pensamiento dominante según el cual las penas de prisión eran demasiado largas.
El tiempo en la cárcel --se pensaba-- no era el mismo que el tiempo en
libertad. Baste recordar cuando en los años 80 se desarrolló el problema del
SIDA en las prisiones y muchos reclusos fueron excarcelados para morir al poco
tiempo en sus casas. La epidemiología se convirtió en un verdadero riesgo en el
ámbito penitenciario. El letargo sufrido en la cárcel creaba, por lo demás, una
sensación de inacababilidad de la pena.
Nuevos vientos impulsan hoy, sin embargo, al Derecho Penal. Nada de
discursos contraculturales, nada de teorías de la estructura social defectuosa,
nada de eso de que las penas de prisión sean largas; al contrario, deben ser
aún más largas, hasta llegar a la cadena perpetua (prisión permanente
revisable, según la terminología legal), como se configura en el Proyecto
Gallardón. El delincuente es un malhechor puro y simple, tiene malos instintos
y ha hecho mucho daño a su víctima. El Estado debe, entonces, contrarrestar ese
mal hasta donde le sea posible.
Se trata de dos culturas diferentes: la que rigió en los años 70 y 80 y la
que rige hoy. De ahí viene la perplejidad de mucha gente. Pero, ante este nuevo
ciclo cultural, lo que procede en Derecho es cambiar la ley (puesto que el
discurso represivo parece ser hoy el dominante), pero nunca aplicar la nueva
ley retroactivamente en perjuicio del reo.
* Profesor titular de Derecho Penal de la Universidad de Córdoba.