EL PUTO AUTOBÚS
CONCHA
CABALLERO. EL PAÍS-27 SEPT 2013.
Me llama
una alumna de mi instituto. Acaba de terminar el bachillerato con matrícula de
honor y ha obtenido unas notas de selectividad que le permiten escoger la
carrera que deseaba. Me dice que se ha matriculado en la UNED, la Universidad a
Distancia, y le pregunto extrañada por qué.
—Me hubiera gustado conocer el ambiente universitario pero no va a
poder ser.
Me explica que su padre y su madre están en paro. Han estado
haciendo cálculos y no pueden pagar los ciento y pico euros mensuales que
suponen el desplazamiento diario desde Coria del Río a la Universidad Pablo
Olavide. Le contesto que no se preocupe, que estoy segura de que le concederán
la beca que ha solicitado, que si no se la conceden a ella con su magnífico
expediente y su situación familiar, no habrá becas para nadie.
—Ya lo sé —me contesta— pero el problema es que las becas no
empiezan a pagarlas hasta febrero o marzo y no podemos adelantar ese dinero.
Le digo que hay algunos fondos para esas situaciones. Me dice que
ya ha preguntado y que están saturados. Me ve tan afectada que es ella la que
se dedica a animarme.
—No te preocupes. Es solo una racha de mala suerte. El año que
viene será distinto. Ya verás.
A los dos días me encuentro en la puerta del instituto a una
pareja de jóvenes estudiantes que terminaron también el curso pasado con
estupendas calificaciones y una inesperada historia de amor. Los hacía en la
Universidad pero me dicen que han venido a matricularse en el único ciclo
superior de formación profesional que existe en la localidad, el de
Informática. Algo totalmente ajeno a sus aspiraciones y a la orientación de sus
estudios. Me cuentan exactamente la misma historia. Los pocos kilómetros que
separan este pueblo de la ciudad de Sevilla se han convertido en un foso
insuperable. El pago de las becas se produce con retraso y eso les obliga a
adelantar un dinero que no poseen. Siento una profunda rabia.
—No pasa nada. De verdad —me dice él con más convencimiento que
ella—. No vamos a perder el año. Vamos a buscar algún trabajillo y ahorrar para
poder empezar la carrera el próximo curso.
Frente a los cristales de
secretaría está la madre de uno de los alumnos del centro. Tanto ella como su
marido están parados desde hace más de tres años. Les pregunto si ha mejorado
la situación.
—Bueno… vamos tirando. Tenemos la suerte de tener la casa pagada y
mi padre se hace cargo de los gastos extras, que si unos zapatos, una
equipación… nos arreglamos con muy poco.
—¡Ojalá las cosas mejoren! —le digo sin mucha convicción—.
—¡De verdad! Todos los días cuando me levanto me acuerdo de los
que no tienen nada, asegura.
Me hace sonreír el optimismo histórico que nos permite sobrevivir
y esa compasión que quita peso a las penas propias.
En la sala de profesores discutimos las actividades extraescolares
para este curso. Mejor dicho podamos, recortamos, escatimamos las que se solían
hacer en años pasados. Recordamos con humor cuándo proponían ir a Cancún o a la
Riviera Maya. Ahora ir a Granada ya es un lujo y las actividades son muy
modestas: visitar algún museo de Sevilla, asistir a una función de teatro o
participar en la feria del libro.
—Aún así habrá alumnos que no podrán pagar el billete del autobús
—nos advierte alguna compañera.
Antes Sevilla estaba muy cerca, ahora muy lejos. El modesto
autobús al que apenas prestábamos atención juega ahora un papel determinante en
cientos de vidas. Nunca pensé que subir a un autobús o a un vagón del metro
llegase a ser un problema. Era el dinero menudo que volaba de nuestros
bolsillos sin saber cómo. El mismo que hoy se cuenta, se mide, se planifica.
Camino de casa observo a los viajeros que esperan en la marquesina
con cara de indiferencia. Desde luego no son privilegiados. Como siempre, el
conductor ha ocupado buena parte de la calzada e interrumpe el tráfico hasta
que embarcan todos los viajeros. El vehículo va casi vacío. No sabe que se ha
convertido en un nuevo símbolo de la escasez. El puto autobús.
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